Progresismo y democracia

Parece que alguien se empeña, bueno, bastantes, en identificar progreso con progresismo y democracia.

Con una osadía indescriptible aparecen demasiados para arrogarse la pretendida defensa de la democracia, tachando de antidemócratas a aquellos que simplemente no son de los suyos. Flaco favor le estamos haciendo  a nuestra democracia si no entendemos que precisamente su esencia radica en que todas las opiniones son válidas y que lo que prima son los deseos de la mayorías.

Pero hay una caterva de individuos que pretenden apoderarse de este derecho para hacer una democracia a medida. A ello le añadimos la confusión que aparece con el progresismo, término apropiado,  acuñado, o más bien adoptado (o adaptado) por los que se autocalifican como tales. Se han convertido en los paladines y defensores de los derechos de todos. Porque si, porque ellos son los que tienen la razón. Se supone que por inspiración divina, aunque no suelen ser de los que creen demasiado en divinidades.

Llegan a incurrir en la flagrante contradicción de defender supuestos derechos adquiridos (no entramos a considerar de los que se trate), como un gran avance “democrático” e irrenunciable, sin marcha atrás. Y con la desfachatez de que sería antidemocrático una vuelta atrás. Pues ¡no señor!. Precisamente la democracia consiste en que prevalece la opinión de la mayoría y esta puede cambiar en una dirección o en la contraria, hacia “delante” o hacia ”atrás” o hacia arriba o abajo o hacia los lados. ¡O donde le dé la gana!

Así que, cuidado. Que lo que hoy es blanco mañana puede ser negro y nadie tiene ningún derecho a impedirlo. La voluntad del pueblo es soberana y la que le dé la gana en cada momento, aunque sea caprichoso. La democracia consiste en eso, con el único límite del respeto a las leyes. Y lo que no se pueda hacer ya lo dirá si hace falta el tribunal constitucional.